Por Sofía Jiménez
Situado entre calles poco transitadas se encontraba este café que de un momento a otro abrió sus puertas para un tipo de gente. Debido a que el sector era poco comercial, éramos pocos los que lo conocimos. Entrar en él siempre fue un momento especial pues era como otro mundo lleno de otros mundos. Cálido por la máquina de expresos que funcionaba sin descanso y acogedor: tal vez por el calor, tal vez por la gente. Nunca pude saberlo.
Desde el momento en que mis ojos miraron desde afuera, lo poco que se podía ver mientras ibas caminando, la barra rodeada de algunas bancas rústicas, la persona tranquila, sonriente y concentrada tras el mostrador preparando la aromática bebida, y al otro lado ese ser inquieto y expectante ante el expreso que estaban a punto de servirle, ese mismo que tantas otras veces me trajo el alma de vuelta, no pude evitar entrar.
Con su puerta siempre oculta y sin embargo, oculta tras un biombo de estera un poco gastado, ubicado, se pensaría que estratégicamente para crear curiosidad en los transeúntes, entrabas y podías sumergirte en cualquiera de sus espacios, luego pude darme cuenta de tu estado de ánimo siempre había un lugar mejor que otro, pues cada uno tenía una luz diferente que permitía ver más allá de lo común. La primera vez que ingresé ahí, sentí como esos extraños ojos, ahora tan familiares y ausentes, me inspeccionaron de arriba abajo, de adentro hacia afuera, así como lo hice otras veces a los desconocidos que entraron después de mí, como si buscaran cómo y por qué dar su aprobación a mi llegada, aprobación que de todas maneras nadie que llegara con la ausencia de algo, de su algo, de su alma tal vez, necesitaba. Desde que ese amigo entrañable me llevó esa tarde lluviosa y borrosa, durante un tiempo indecible lo pasé acompañada de café y de gente que igual que yo buscaba un escape de su realidad, disfrutar de una tarde que en otro lugar hubiese sido vacía.
No era necesario ir acompañado pues de todas maneras todos éramos una misma familia cuando cruzábamos esa puerta, todos estábamos juntos pues éramos gente llena de cosas pendientes: la U, el trabajo, la familia, las cuentas, la pareja, los hijos y demás, que simplemente buscaba un momento para estar más cerca de su alma, o una bebida caliente con una buena merienda para saber que aún estaban aquí. Gente que así como yo tuvieron la suerte de llegar ahí, por un amigo o simple curiosidad. Gente que de la misma manera fue absorbida por aquello que debía hacer y nunca más volvió o simplemente encontraron su camino, y poco a poco pasaban tardes más cortas o más distantes hasta que nunca más volvían, dejando la ausencia que se hacía evidente ante la pregunta de uno sobre otro acerca de su ausencia, a lo que solo se podía responder de una manera “no lo he vuelto a ver, la última vez quedamos para un café, pero es hoy y aún no ha llegado, quizá venga más tarde”. Ahora no recuerdo con quién dejé un café pendiente.
Situado entre calles poco transitadas se encontraba este café que de un momento a otro abrió sus puertas para un tipo de gente. Debido a que el sector era poco comercial, éramos pocos los que lo conocimos. Entrar en él siempre fue un momento especial pues era como otro mundo lleno de otros mundos. Cálido por la máquina de expresos que funcionaba sin descanso y acogedor: tal vez por el calor, tal vez por la gente. Nunca pude saberlo.
Desde el momento en que mis ojos miraron desde afuera, lo poco que se podía ver mientras ibas caminando, la barra rodeada de algunas bancas rústicas, la persona tranquila, sonriente y concentrada tras el mostrador preparando la aromática bebida, y al otro lado ese ser inquieto y expectante ante el expreso que estaban a punto de servirle, ese mismo que tantas otras veces me trajo el alma de vuelta, no pude evitar entrar.
Con su puerta siempre oculta y sin embargo, oculta tras un biombo de estera un poco gastado, ubicado, se pensaría que estratégicamente para crear curiosidad en los transeúntes, entrabas y podías sumergirte en cualquiera de sus espacios, luego pude darme cuenta de tu estado de ánimo siempre había un lugar mejor que otro, pues cada uno tenía una luz diferente que permitía ver más allá de lo común. La primera vez que ingresé ahí, sentí como esos extraños ojos, ahora tan familiares y ausentes, me inspeccionaron de arriba abajo, de adentro hacia afuera, así como lo hice otras veces a los desconocidos que entraron después de mí, como si buscaran cómo y por qué dar su aprobación a mi llegada, aprobación que de todas maneras nadie que llegara con la ausencia de algo, de su algo, de su alma tal vez, necesitaba. Desde que ese amigo entrañable me llevó esa tarde lluviosa y borrosa, durante un tiempo indecible lo pasé acompañada de café y de gente que igual que yo buscaba un escape de su realidad, disfrutar de una tarde que en otro lugar hubiese sido vacía.
No era necesario ir acompañado pues de todas maneras todos éramos una misma familia cuando cruzábamos esa puerta, todos estábamos juntos pues éramos gente llena de cosas pendientes: la U, el trabajo, la familia, las cuentas, la pareja, los hijos y demás, que simplemente buscaba un momento para estar más cerca de su alma, o una bebida caliente con una buena merienda para saber que aún estaban aquí. Gente que así como yo tuvieron la suerte de llegar ahí, por un amigo o simple curiosidad. Gente que de la misma manera fue absorbida por aquello que debía hacer y nunca más volvió o simplemente encontraron su camino, y poco a poco pasaban tardes más cortas o más distantes hasta que nunca más volvían, dejando la ausencia que se hacía evidente ante la pregunta de uno sobre otro acerca de su ausencia, a lo que solo se podía responder de una manera “no lo he vuelto a ver, la última vez quedamos para un café, pero es hoy y aún no ha llegado, quizá venga más tarde”. Ahora no recuerdo con quién dejé un café pendiente.
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