Por Claudia Martínez
Laprida 2435, una casa antigua, ventanas altas y puerta cancel. Pasando el zaguán un mundo mágico de helechos recién regados, cantos de canarios y olor a comida. Rosario no es precisamente el destino turístico que uno elegiría para las vacaciones de verano pero la casa de mis abuelos paternos era un pequeño paraíso.
El único momento fresco del día, que daba un respiro frente a tanta sofocación y pegote, era la mañana antes de que el sol apareciera llevándose consigo la frescura de la noche anterior atrapada en el cemento. Por esas horas, cuando la cortina de la panadería de enfrente se levantaba rompiendo el silencio de la madrugada, el aire ya estaba impregnado de olor a bizcochos y a pan.
La calle era tranquila a pesar de estar cerca del centro, la cortada partía la cuadra en dos y marcaba un poco la dinámica del barrio. Un barrio de laburantes y jubilados como mi abuelo que un día, a los doce años, llegó de España para quedarse y contarnos historias de allá y de acá, de sus juegos de infancia y de sus viajes de maquinista por toda la Argentina. La más “taquillera” y demandada por el público infantil era quizás la de su viaje al norte en el año 50 cuando llevó a Evita hasta Jujuy y le dio la mano.
Por la tardecita, alrededor de las siete, ni bien el sol desaparecía detrás de las casas de enfrente, teníamos permiso para jugar en la vereda. Antes, la siesta había transcurrido en medio de un silencio impuesto y forzado, casi imposible de sostener mientras jugábamos en el patio de atrás descalzos y a puro baldazo para sobrellevar el calor. Una vez afuera la vereda se convertía en nuestro campo de juego, se sumaban otros chicos del barrio con los que compartíamos apenas esos momentos de las vacaciones pero como si fuéramos amigos de toda la vida. Mientras jugábamos a la mancha, a los fosforitos o al poliladron los “grandes” sacaban los sillones del patio y los colocaban casi sobre la línea del cordón, escapándole al calor de la pared y, con el pretexto de vigilarnos, se reunían a tomar alguna que otra cerveza bien helada. Estaba prohibido doblar las esquinas y abandonar el campo visual de los adultos, todo transcurría en ese pequeño universo de media cuadra.
Más avanzada la noche, después de la cena, nos volvíamos a encontrar y a copar la vereda, los chicos a los juegos, los grandes a las charlas. Ni el repentino chirrido de los frenos del colectivo que paraba en la esquina interrumpía las acaloradas discusiones de política o de fútbol que se armaban entre los vecinos y mucho menos el juego de los chicos. El único que lograba modificar la escena era el heladero que llegaba pedaleando en su carrito con luces de colores y tocando una campanita. No importaba si estabas congelado o a punto de atrapar al último ladrón, todos salíamos a su encuentro y lo rodeábamos hasta que algún padre o abuelo se acercaba y nos compraba un helado. Recién entonces, con la frescura del último bocado, el día terminaba.
Laprida 2435, una casa antigua, ventanas altas y puerta cancel. Pasando el zaguán un mundo mágico de helechos recién regados, cantos de canarios y olor a comida. Rosario no es precisamente el destino turístico que uno elegiría para las vacaciones de verano pero la casa de mis abuelos paternos era un pequeño paraíso.
El único momento fresco del día, que daba un respiro frente a tanta sofocación y pegote, era la mañana antes de que el sol apareciera llevándose consigo la frescura de la noche anterior atrapada en el cemento. Por esas horas, cuando la cortina de la panadería de enfrente se levantaba rompiendo el silencio de la madrugada, el aire ya estaba impregnado de olor a bizcochos y a pan.
La calle era tranquila a pesar de estar cerca del centro, la cortada partía la cuadra en dos y marcaba un poco la dinámica del barrio. Un barrio de laburantes y jubilados como mi abuelo que un día, a los doce años, llegó de España para quedarse y contarnos historias de allá y de acá, de sus juegos de infancia y de sus viajes de maquinista por toda la Argentina. La más “taquillera” y demandada por el público infantil era quizás la de su viaje al norte en el año 50 cuando llevó a Evita hasta Jujuy y le dio la mano.
Por la tardecita, alrededor de las siete, ni bien el sol desaparecía detrás de las casas de enfrente, teníamos permiso para jugar en la vereda. Antes, la siesta había transcurrido en medio de un silencio impuesto y forzado, casi imposible de sostener mientras jugábamos en el patio de atrás descalzos y a puro baldazo para sobrellevar el calor. Una vez afuera la vereda se convertía en nuestro campo de juego, se sumaban otros chicos del barrio con los que compartíamos apenas esos momentos de las vacaciones pero como si fuéramos amigos de toda la vida. Mientras jugábamos a la mancha, a los fosforitos o al poliladron los “grandes” sacaban los sillones del patio y los colocaban casi sobre la línea del cordón, escapándole al calor de la pared y, con el pretexto de vigilarnos, se reunían a tomar alguna que otra cerveza bien helada. Estaba prohibido doblar las esquinas y abandonar el campo visual de los adultos, todo transcurría en ese pequeño universo de media cuadra.
Más avanzada la noche, después de la cena, nos volvíamos a encontrar y a copar la vereda, los chicos a los juegos, los grandes a las charlas. Ni el repentino chirrido de los frenos del colectivo que paraba en la esquina interrumpía las acaloradas discusiones de política o de fútbol que se armaban entre los vecinos y mucho menos el juego de los chicos. El único que lograba modificar la escena era el heladero que llegaba pedaleando en su carrito con luces de colores y tocando una campanita. No importaba si estabas congelado o a punto de atrapar al último ladrón, todos salíamos a su encuentro y lo rodeábamos hasta que algún padre o abuelo se acercaba y nos compraba un helado. Recién entonces, con la frescura del último bocado, el día terminaba.
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