Por Joaquín Cofré
Remitirse con palabras a tan apacible lugar puede ser extraño, incluso falaz, debido a su intrínseca complejidad mística.
Nunca podré olvidar ese teatro, mucho menos sus locas y a veces oscuras improvisaciones.
Al llegar, la puerta siempre estaba abierta por ende no era necesario el timbre tocar. Un largo pasillo guiaba a las personas a un mini-patio donde se encontraba la puerta para ingresar.
Los viernes siempre llegábamos temprano a las clases para compartir charlas y mates en la sala de espera, y cuando el reloj marcaba las 18hs entrábamos para comenzar. Aunque muchos tardábamos más tiempo en concentrarnos ya que no podíamos parar de contemplar aquella sala; se caracterizaba por ser tenue y pacífica, las paredes estaban cubiertas de diarios antiguos y amarillos desde el techo hasta el piso. Las cuatro. Los pies, sobre el suelo de madera, sentían las vibraciones de los pasos.
El viernes 7 de julio me tocó improvisar con Gonzalo, una persona enigmática y que además está decidido a ser actor.
Aunque en aquel teatro había personas de todas las edades, Gonzalo y yo nos llevábamos apenas un año, él 21 y yo 20.
Como disparador, la profesora Febe (que irradia pasión por lo que hace), nos dijo “juegos peligrosos”…
Al comenzar la actuación, Gonzalo y yo nos encontrábamos en su cuarto aburridos. Me quiso sorprender y lo acompañé al sótano de su casa.
Allí Gonzalo, o quien fuera el personaje que éste estaba interpretando, saca un revolver del cajón de la mesa, le pone una bala, sólo una, y me propone jugar ruleta rusa para comprobar nuestra amistad.
Mis sentidos distorsionados por la situación y el miedo de perder a mi gran y único amigo de toda la vida hicieron que acepte el reto.
Decidió dar el primer tiro él. Lo hace. Se salva.
Me extiende el revolver gris por encima de la mesa de madera rústica. Con mi mano temblorosa lo agarro, siento el frío del metal y su peso.
Giro el cosito del revolver, que nunca me acuerdo como se llama, y me disparo rápido. Me salvo.
Suspiro con mi corazón mas exaltado que nunca.
Gonzalo me miró fijamente a los ojos, cosa que no sucedía seguido, y dijo que para comprobar verdaderamente nuestra amistad debíamos hacerlo dos veces. Acto seguido carga el arma, gira el cosito y se gatilla, provocando su muerte.
Me desesperé, tomé el arma fría y manchada de sangre, la cargué y giré el cosito...
Remitirse con palabras a tan apacible lugar puede ser extraño, incluso falaz, debido a su intrínseca complejidad mística.
Nunca podré olvidar ese teatro, mucho menos sus locas y a veces oscuras improvisaciones.
Al llegar, la puerta siempre estaba abierta por ende no era necesario el timbre tocar. Un largo pasillo guiaba a las personas a un mini-patio donde se encontraba la puerta para ingresar.
Los viernes siempre llegábamos temprano a las clases para compartir charlas y mates en la sala de espera, y cuando el reloj marcaba las 18hs entrábamos para comenzar. Aunque muchos tardábamos más tiempo en concentrarnos ya que no podíamos parar de contemplar aquella sala; se caracterizaba por ser tenue y pacífica, las paredes estaban cubiertas de diarios antiguos y amarillos desde el techo hasta el piso. Las cuatro. Los pies, sobre el suelo de madera, sentían las vibraciones de los pasos.
El viernes 7 de julio me tocó improvisar con Gonzalo, una persona enigmática y que además está decidido a ser actor.
Aunque en aquel teatro había personas de todas las edades, Gonzalo y yo nos llevábamos apenas un año, él 21 y yo 20.
Como disparador, la profesora Febe (que irradia pasión por lo que hace), nos dijo “juegos peligrosos”…
Al comenzar la actuación, Gonzalo y yo nos encontrábamos en su cuarto aburridos. Me quiso sorprender y lo acompañé al sótano de su casa.
Allí Gonzalo, o quien fuera el personaje que éste estaba interpretando, saca un revolver del cajón de la mesa, le pone una bala, sólo una, y me propone jugar ruleta rusa para comprobar nuestra amistad.
Mis sentidos distorsionados por la situación y el miedo de perder a mi gran y único amigo de toda la vida hicieron que acepte el reto.
Decidió dar el primer tiro él. Lo hace. Se salva.
Me extiende el revolver gris por encima de la mesa de madera rústica. Con mi mano temblorosa lo agarro, siento el frío del metal y su peso.
Giro el cosito del revolver, que nunca me acuerdo como se llama, y me disparo rápido. Me salvo.
Suspiro con mi corazón mas exaltado que nunca.
Gonzalo me miró fijamente a los ojos, cosa que no sucedía seguido, y dijo que para comprobar verdaderamente nuestra amistad debíamos hacerlo dos veces. Acto seguido carga el arma, gira el cosito y se gatilla, provocando su muerte.
Me desesperé, tomé el arma fría y manchada de sangre, la cargué y giré el cosito...
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